A veces hay que creer en el príncipe azul y
en los cuentos de hadas, y no cuando una mira con inquietante y vergonzosa admiración
a Felipe y Letizia, por mucho que su conciencia diga ‘no’, sino cuando descubre
que han pasado cuatro años y medio desde que besó a un chico y sigue observándolo dormir y oliendo sus camisas de cuadros.
Y mira que le tengo fobia a las parejas y que yo también me he dejado de
depilar y he preferido a veces echar la
siesta a hacer el amor (aunque no llevaré nunca jerséis del Carrefour color
salmón, ni el cutis apagado, ni el pelo lacio como si nunca me lo hubiera
tintado ni cortado, ni tendré nunca un novio con las cejas depiladas) y que no,
no me ha pasado de ir a una fiesta y encontrarme a Mr. Darcy al final de la sala y que no quisiera bailar
conmigo aunque se muriera de amor por mí en secreto, ni Heathcliff se ha vuelto
nunca loco y ha entrado al patio de mi casa gritando: ¡Isabeeeel!¡ Isabeeel! Pero
cuando GMS (estas son sus iniciales, mantendremos su anonimato porque sus
amigos podrían reírse de él), un chico normal, que se olvida de nuestros
aniversarios y se vuelve loco con las rubias pechugonas, me espera en su coche
en un día de frío y me deja todos los libros que le pido aún sabiendo que nunca
los devuelvo, me atrevo a decir que sí, que existe el amor, y que es mejor que
en las novelas.