Queridos nietos (Sí, hago el paripé de
contárselo a mis nietos. Os describiré la escena: volvemos en coche volador de
visitar la cibertumba del hermano de su tío –nada que ver conmigo-, suena una
canción de Estopa, que para entonces será una música de abuelo, y yo llevo una
cola de caballo, vaqueros y botas altas que serán una ropa muy de abuelo también,
como hay piloto automático me giro y les doy la brasa, porque eso no ha
cambiado y en eso los abuelos seguimos siendo iguales.
Mis nietos son tres o
cuatro y los suelo confundir entre ellos, trilingües y tecnológicos, pasan de
drogas de ciberdiseño o eso dicen, y han heredado todos mis dedos en punta y
una saludable afición por el jamón serrano. Pasamos por las dunas del desierto
de Valencia, son preciosas y por la ventanilla podemos ver camellos) os contaré
la historia de mi vida en la España postmoderna.
Mi generación fue perdedora, y
no digo perdida, sino perdedora porque así fue que lo perdimos todo. Crecimos
en en hogares burgueses de clase media, veraneamos en apartamentos, estudiamos
largas carreras e hicimos programas de intercambio, para encontrarnos luego con
que no teníamos nada. Perdimos los privilegios que se nos dieron de nacimiento,
fuimos unos desclasados y unos mantenidos. A todos nos ayudaron nuestros
padres, fuimos dependientes y retrasados. Volvimos a vivir en familia, nos
vimos forzados a emigrar, y siendo abogados o filólogos trabajamos como
camareros. Echábamos de menos el sol y la familia pero nos hicieron creer que
el sistema era guay, que molaba viajar, ser global y competente. Algunos lo
creímos, otros no, pero todos acabaron por descubrirlo.
Dejamos de aprender lo
que nos apetecía para aprender inglés, había que construirse un perfil laboral
suculento y sustancioso. Lo que más valía era el inglés y los viajes. El perfil
facebook pasó a remplazarnos, terminó por confirmar nuestra identidad, nos
cambió la idea que teníamos de nosotros, los planes empezaron a interesar en la
medida en que proporcionarían buenas fotos, así como los idiomas, cursos y
postgrados, empezaron a interesarnos en la medida en que proporcionarían un
buen currículum.
Casi todos estábamos desempleados, los que estábamos empleados
recibíamos nuestro sueldo en sobres, otros estaban becados y se preguntaban con
terror si habría vida después de la beca. Las circunstancias quisieron que
fuésemos indefinidamente demasiado jóvenes, nadie era adulto con 25 años, era
anómalo que un veinteañero tuviera alguna responsabilidad importante, laboral o
familiar. Ninguno tuvimos hijos, sino que fuimos hijos para siempre, irás y no
volverás al país de los hijos. Nos olvidamos en que hubo un tiempo en que a los
20 se era ya adulto, lo olvidamos en la discoteca y en el mercadillo vintage
mientras comprábamos camisas de cuadros, o bajándonos canciones para el
I-Phone, muchos lo olvidamos también en los postgrados, que alargaban la
sensación de preparación, de carrerilla para ir a alguna parte, ¿a cuál? Nadie lo
sabía. Crecían los hipster como flores de las baldosas de las ciudades, la verdad
es que de nuestra generación no podría haber salido otra cosa: estética y
consumo, una bonita foto de perfil, música que molara escuchar, amigos
resultones. Solo queríamos tener una buena imagen de nosotros mismos, ¿quién
puede culparnos? Hubo quien se entregó con deleite a esta juventud a destiempo,
verdaderos hedonistas en el peor sentido de la palabra, en el sentido en que se
dejan de entender los problemas como problemas de todos, y uno se dedica a
vivir su vida con toda falta de generosidad. Porque si de algo pecábamos todos
era de un individualismo enfermizo: la meritocracia, la obsesión con la pérdida
del estatus, lo difícil que lo teníamos para conseguir trabajos y becas,
nuestros avatares cibernéticos, incluso, que tan de relieve pusieron nuestras
identidades, el culto a la imagen y muchísimas otras cosas que se me escapan,
hacían difícil pensar en colectivo. Hubo gente desesperada y movimientos
sociales históricos, propuestas de cambio brillantes, pero la mayoría nos
conformábamos con linkearlos. Seguramente fue porque perdimos la esperanza, la
palabra futuro dejó de significar ninguna promesa, sino ansiedad y miedo, la
juventud no iba asociada al progreso, ni al cambio, no se podía decir: ‘nosotros
somos los hombres del mañana’ con ilusión, porque ya comprobamos que el mañana
solo podría ir a peor: catástrofes naturales, empobrecimiento, envejecimiento
de la población, aprendimos que con el tiempo se pierden las cosas en vez de
ganarse. Pese a todo nos enamorábamos y teníamos novio hasta los 45 años, no
teníamos más remedio que hacer el amor en el coche e improvisar cenas
románticas cuando se iban nuestros padres. Viva las familias que se ganaron el
cielo, Dios los tenga en su gloria, no dejéis de visitarlos en sus cibertumbas.
Que feo presente-futuro!!!
ResponderEliminarEn Argentina no es que estemos mejor, pero ni por casualidad me identificaría con algo así...
En fin, es una impresión. Un abrazo nena. Siempre hay esperanza; si la hacés caminar...
Uy, aquí estamos muy mal, lo que pasa es que ya se encargan de que no nos demos mucha cuenta. Espero que corráis mejor suerte de corazón :)
ResponderEliminarGracias por tu comentario y por la esperanza
¡Genial! Escribe la novela entera, de corte futurista y apocalíptico, con una sexy protagonista, la llevan al cine en Hollywood y la vacían totalmente de contenido, pero te forras.
ResponderEliminarSí, y que elijan a Belén Rueda para hacer mi papel :) Y a Cayetana Guillén Cuervo para hacer el tuyo
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